Cartas a Lucilio
Séneca: filósofo, escritor, juez, senador, maestro. Dejó una amplia obra escrita, en prosa y en verso: tragedias, diálogos, ensayos, cartas. Escritores de todas las épocas de la historia han adoptado sus ideas. Viajó por el mundo de su tiempo y, habiendo nacido en provincia, fue el tutor y consejero del emperador Nerón, quien luego lo condenó a muerte. Para conservar su honor, Séneca se suicidó al conocer la sentencia.
Hoy traemos al blog de Frailejón tres epístolas del libro Cartas a Lucilio, en versión española del siglo XIX. El traductor, de quien podríamos decir que, con milenios de por medio, es casi coterráneo del autor, nos regala un lenguaje perfectamente lúcido, que no deja sentir el peso de las épocas.
Séneca nació en la Corduba romana (hoy Córdoba, España) en el año 4 a. C. y murió en Roma en el año 65 d. C.
EPÍSTOLAS MORALES
LUCIO ANNEO SÉNECA
Traducción directa del latín
por D. Francisco Navarro y Calvo
Canónigo de la Metropolitana de Granada
EPÍSTOLA PRIMERA
DEL USO DEL TIEMPO
De tal manera debes obrar, querido Lucilio, que seas dueño de ti mismo, y recoge y conserva el tiempo que acostumbran arrebatarte, sustraerte, o que dejas perder. Persuádete de que te escribo cosas ciertas: nos arrebatan parte del tiempo, nos lo sustraen o lo dejamos perder. La peor de todas estas pérdidas es la que ocurre por negligencia propia; y, si atentamente lo consideras, verás que se emplea considerable parte de la vida en obrar mal, mayor aún en no hacer nada, y toda en hacer lo contrario de lo que se debía. ¿Quién me presentarás que dé su verdadero valor al tiempo? ¿que aprecie el día? ¿que comprenda que diariamente se acerca a la muerte? Nos engañamos al considerar que la muerte está lejos de nosotros, cuando su mayor parte ha pasado ya, porque todo el tiempo trascurrido pertenece a la muerte. Haz, pues, querido Lucilio, lo que me escribes que haces; emplea bien todas las horas, y menos necesitarás del porvenir, cuanto mejor trabajes en el presente. Mientras nos detenemos, trascurre el tiempo. Todas las cosas nos son ajenas, querido Lucilio; solamente es nuestro el tiempo. De esta única cosa nos puso en posesión la naturaleza, pero es tan ligera y resbaladiza que nos la puede quitar cualquiera; y tal es la necedad de los hombres, que agradecen las bagatelas que se les conceden y por nada cuentan el tiempo que se les ha dado y que sin embargo tan grande cosa es que ni el más generoso podría pagar jamás. Me preguntarás tal vez qué hago yo que tales consejos te doy. Confesaré ingenuamente que obro como los que viven en el lujo, pero con economía: llevo cuenta de mis gastos. No puedo decir que no pierdo nada, pero diré cuánto y cómo pierdo; es decir, daré cuenta de mi pobreza. Ocúrreme como a los que han caído en estrechez sin culpa propia: todos les compadecen y ninguno les socorre; ¿qué importa? no contemplo pobre al que se contenta con lo que le queda. Te deseo, sin embargo, que conserves lo poco que tienes, y que comiences desde temprano; porque, como decían nuestros mayores, inútil es la economía cuando no queda ya nada. Lo que queda en el fondo no solamente es poco, sino que además es malo. Adiós.
EPÍSTOLA II
DE LOS VIAJES Y DE LA LECTURA
Por lo que me escribes y por lo que oigo, concibo buenas esperanzas de tí; no corres, no cambias frecuentemente de lugar. Esta agitación solamente es propia de ánimos enfermos. Creo que la primera señal de mente sólida es poder pararse y conmorar consigo misma. Pero ten cuidado, no sea que la lectura de tantos autores y de todo género de libros tenga algo de vago e inestable. Conviene detenerse y nutrirse de ciertos ingenios si queremos obtener de ellos algo que se adhiera sólidamente a nuestro ánimo. El que está en todas partes, no está en ninguna. Los que viajan sin cesar, tienen muchos huéspedes y ningún amigo. Así ocurre necesariamente a los que no se fijan en ningún autor y pasan ligeramente por todas las materias. No aprovecha la comida, ni nutre al cuerpo si se toma y devuelve en seguida. Nada perjudica tanto a la curación como el continuo cambio de remedios. No se cicatriza la herida mientras se están ensayando en ella medicamentos; no arraiga el árbol que se trasplanta con frecuencia, ni existe nada tan saludable que aproveche con pasar solamente. La multitud de libros disipa. Cuando no se pueden leer todos los que se tienen, basta tener los que pueden leerse. Pero me dirás: —quiero leer en tanto éste, en tanto aquél—. De estómago cansado es querer probar de muchos manjares, que siendo varios y diversos perjudican y no alimentan. Lee siempre autores afamados, y si te ocurre leer otros, vuelve á los primeros. Atesora diariamente algo contra la muerte y demás miserias, y cuando hayas recorrido muchas cosas, elige una para digerirla bien aquel día. Esto hago yo, y me fijo siempre en algo de lo mucho que leo. He aquí lo que he encontrado hoy en Epicuro (porque suelo penetrar en el campo enemigo, no como tránsfuga sino como explorador): «Cosa muy honesta es, dice, regocijada pobreza.» Pero si es regocijada, no es pobreza: porque no es pobre el que tiene poco, sino el que desea más de lo que tiene.
¿Qué importa poseer mucho dinero, granos, rebaños y rentas, si se ambiciona el bien de otro y si se estima en mucho más lo que se desea tener que lo que se posee? ¿Preguntas cuál es el límite de la riqueza? El primero es tener lo necesario, y el segundo lo suficiente. Adiós.
EPÍSTOLA III
DE LA ELECCIÓN DE AMIGOS
Escríbesme que has entregado cartas para mí a un tu amigo, y me encargas que nada le diga de lo que te atañe, porque así acostumbras a obrar con él. En una misma carta lo confiesas y niegas por amigo. De creer es que has usado la palabra según se acostumbra, y que le llamas amigo de la misma manera que llamamos hombres honrados a los que aspiran a las dignidades, y damos el nombre de señor al que encontramos si no recordamos al punto su nombre. ¡Pase por esto! pero si tienes un amigo en quien no confíes tanto como en ti mismo, o te engañas profundamente, o no conoces la fuerza de la verdadera amistad. Examina todas las cosas con tu amigo, pero ante todo examínalo a él. Después de la amistad, todo se debe creer; antes, todo debe deliberarse. Gentes hay que, invirtiendo el orden y en contra de los preceptos de Teofrasto, examinan después de amar, y cesan de amar cuando han examinado. Medita largamente si debes recibir en amistad a alguno, y cuando hayas resuelto hacerlo, recíbele con el corazón abierto, y háblale con tanta confianza como a ti mismo. Vive, sin embargo, de tal manera que no hagas nada que no puedas decir a tus propios enemigos; pero, fuera de ciertas cosas que la costumbre ha hecho secretas, debes comunicar a tu amigo todos tus pensamientos y todos tus cuidados. Le harás fiel si le consideras fiel. Inspira deseos de engañar el temor de ser engañado, y parece se concede el derecho de cometer falta a aquel que se supone capaz de cometerla. ¡Cómo! ¿he de contener mis palabras en presencia de mi amigo? ¿por qué no he de considerarme solo cuando estoy con él? Personas hay que cuentan a todo el mundo lo que solamente a los amigos debían confiar, y descargan lo que les oprime en los oídos del primero que encuentran; otros, por el contrario, se ocultarían de buen grado a sí mismos, y no se atreverían a descubrirse a sus mejores amigos, y en su interior encierran todos sus secretos. Necesario es evitar ambos extremos; porque tan vicioso es confiar en todos como no confiar en ninguno; pero el uno es más honesto, el otro más seguro. Igualmente reprenderías a quien se agitase continuamente como a quien permaneciese en perpetuo reposo: porque, a decir verdad, la actividad que se agita tumultuosamente, no es otra cosa que comezón de espíritu inquieto; y el reposo que no puede soportar ninguna agitación, no es quietud sino flojedad y languidez. Graba en tu memoria esto que leí en Pomponio: «Personas hay que tanto se han hundido en la oscuridad que todo lo que es luz les parece turbación.» Estas dos cosas deben tomarse alternativamente: el trabajo cuando se ha descansado, el descanso después de trabajar. Consulta a la naturaleza y te dirá que ha hecho el día y la noche. Adiós.