De vuelta a la cumbre

De la civilización lo único valioso es la cultura. Para bálsamo en días de agitación inmóvil, de comunicación excesiva y de incertidumbre repasemos este texto del gran escritor y pensador español Miguel de Unamuno. Hace parte de Andanzas y visiones españolas, libro en el que el autor reunió artículos, reflexiones, crónicas de viaje a propósito de sus excursiones a sitios naturales, durante muchos años en sus vacaciones de profesor universitario. Tomemos el consejo de Unamuno de buscar el propio camino en el recogimiento y la serenidad, si no nos es posible seguir la ruta de la soledad, el silencio y la verdad que se respiran en el viento de ríos, selvas y montañas.

Miguel de Unamuno nació en Bilbao en 1864 y murió en Salamanca en 1936.

 

 

De vuelta a la cumbre

Miguel de Unamuno

 

Un en un tiempo famoso profesor de Filosofía, de cuyo nombre no quiero ahora aquí hacer mención, solía empezar su curso con esta pregunta: ¿qué venimos a hacer? Y acabábase el curso sin que ni él ni sus discípulos supieran lo que habían hecho ni si es que habían hecho algo. Así yo también, al tomar hoy la pluma, en esta mañana del día primero de agosto, me pregunto filosóficamente: ¿qué vengo a hacer?

La tarea parece fácil. He estado hace pocos días en los altos de la sierra de Gredos, espinazo de Castilla; he acampado dos noches a dos mil quinientos metros de altura, sobre la tierra y bajo el cielo; he trepado el montón de piedras que sustenta el risco Almanzor, he descansado al pie de un ventisquero contemplando el imponente espectáculo del anfiteatro que ciñe a la laguna grande de Gredos, y viendo el Ameal de Pablo levantarse como el ara gigante da Castilla, he convivido un momento con el pastor de las cimas y he recorrido, al bajar, las tierras teresianas, pasando mi fatiga del viaje por entre los nogales de Becedas, donde durante unos meses trató a la santa - a Santa Teresa de Jesús, ¡claro está! - una curandera. Traigo el alma llena de la visión de las cimas de silencio y de paz y de olvido, y, sin embargo, nada se me ocurre, lector, decirte de ello.

Algunos relatos de viajes y excursiones llevo escritos ya, pero he de dejar tal vez en el silencio en que los recogí los sentimientos más hondos que de esas escapadas a la libertad del campo he logrado. No he escrito ni creo escribiré jamás mis impresiones de Granada, y en Granada pasé una de mis quincenas más repletas de vida. Mientras viva reposará en el lecho de mi alma, por debajo de la corriente de las impresiones huideras, aquella santa caída de tarde que a principios del dulce mes de septiembre gocé en el Albaicín, todo blanco de recuerdos. Fue un como baño en algo etéreo. Las lágrimas me subían a los ojos y no eran lágrimas de pesar ni de alegría; éranlo de plenitud de vida silenciosa y oculta.

Pero ¿quién cuenta todo esto? El público, oh lector, quiere cosas concretas, noticias, datos, informaciones. Y yo cada día odio más la información y me interesa menos la noticia. Uno de los mayores encantos allá en las alturas de Gredos, era carecer de diarios, no recibir cartas. Hablábamos a la caída de la tarde, descansando al pie de un ventisquero, de cosas impertinentes a aquella grandiosidad que nos rodeaba, y al mentar uno de nosotros a Maura, un pastor que nos oía hubo de preguntarnos: ¿pero no han matado a ese señor? Sorprendidos por la pregunta y recelando no tuviese noticias más frescas que nosotros, le interrogamos y resultó que se refería al atentado de que dicho señor fue objeto en Barcelona hace más de un año. «Hace tres días que lo he leído en un periódico»—añadió el pastor. Y al despedirnos de él para bajar a los valles en que habitan los hombres con sus mujeres, encontramos la explicación del caso, pues nos pidió los periódicos en que habíamos llevado envuelta nuestra merienda. Era lo que leía, y la noticia del atentado a Maura le llegó por un número de periódico que dejaron allá entre los riscos unos excursionistas. ¡Feliz mortal! Había de estallar una revolución a sus pies sin que él se enterase.

El cuerpo se limpia y restaura con el aire sutil de aquellas alturas y aumenta el número de glóbulos rojos, según nos dijo un catedrático de Medicina, pero el alma también se limpia y restaura con el silencio de las cumbres. ¡Qué silenciosa oración allá, en la cumbre, al pie del Almanzor, llenando la vista con la visión dantesca del anfiteatro rocoso! Dábamos una voz y el eco la repetía dos veces entre las soledades.

Pero hubo que bajar; hubo que bajar a estos valles y llanuras en que viven los hombres en sus pueblos, alimentándose de sus miserias y, sobre todo, de su incurable ramplonería. Bajé, llegué a mi casa y me encontré con el primer volumen de las obras completas de Gustavo Flaubert, que desde Paris me envía un amigo, rabioso flaubertiano. Contiene este primer volumen la correspondencia del gran hombre desde 1830 a 1850, es decir, desde sus nueve hasta sus veintinueve años. ¡Pobre Flaubert! ¡Qué aguda, qué dolorosamente sintió la estupidez humana! ¡Cómo se dolió el burgués, el buen burgués satisfecho de sí mismo, que cada mañana, mientras toma su café con leche y su pan con manteca, se informa de las noticias de la víspera! Él y Máximo Du Camp, bajando el Nilo, divertíanse en representar el viejo señor inepto, rentero, considerado, en buena posición y de cierta edad, y se preguntaban uno a otro si habría sociedad en los pueblos por que pasaban o algún circulo en que se leyese diarios, si se dejaba sentir el movimiento ferroviario, si avanzaban las doctrinas socialistas, si había buen vino, si eran amables las damas, etc. Y este hombre, en cuya alma repercutió más que en la de ningún otro la incurable tontería humana, acabó escribiendo aquel inmenso libro que se llama Bouvard et Pecuchet, la más amarga rechifla del progresismo.

¿Hay algo, en efecto, más ridículo que el progresismo? Un buen señor que no puede o no quiere o cree que no quiere creer en otra vida y se consuela pensando - ¿pero es que piensa? - que el progreso traerá la felicidad... ¿a quién? Y luego es tan vulgar... ¡tan vulgar!...

¡Oh, en aquellas cumbres de Gredos viendo la puesta del sol, la última novedad, la verdadera última novedad! «Nada hay nuevo bajo el sol», dijo Salomón, una especie de catedrático coronado y harto de leer libros. Pero el pastor de Gredos, si supiese expresarse, diría: «todo es nuevo bajo el sol». Todo es nuevo, sí, y cada sol es un sol nuevo.

En aquellas cumbres no recibe uno preguntas, quejas, amonestaciones, reproches. ¡Qué lejos allí del buen señor que no quiere que le digan sino lo que él piensa ¡Qué lejos, lector amigo, de esos lectores irritables y descontentadizos, que burlándose acaso de los dogmas llevan enquistado en su mollera un dogma formidable!

¿Como podría uno soportar esta terca lucha de un día tras otro y un mes y otro mes y uno tras otro año, si no hiciera de cuando en cuando una escapada a las cumbres libres o a los abiertos campos? ¿Cómo aguantar a todos esos señores que se nos vienen dando consejos o disparándonos insultos, si no se recrease uno charlando con cabreros, mendigos, gañanes y toda laya de gente sencilla y a la buena de Dios?

Y luego en estas ascensiones a las cumbres, en estas escapadas por los campos, se desnuda uno del decorum, de ese horrendo y estúpido decorum, y se pone uno el alma en mangas de camisa. Hace años ya, en un estudio que me dedicó C. O Bunge, decía que flaqueo en el sentimiento del decorum. Y así es, me carga eso que los antiguos romanos llamaban decorum y que no se traduce del todo por nuestro correspondiente decoro. Nada hay más revolucionario que el ponerse el más alto magistrado de una nación a bailar el bolero tocando las castañuelas. Mi mayor odio es al frac y al sombrero de copa, y no sé cómo Sarmiento, a quien le valió el dictado de loco su poco respeto al decoro convencional, sentía tal superstición por aquella prenda. El decoro es la seriedad de los que están vacíos por dentro.

Y en estas correrías por campos y montes, ¡qué alivio, qué hondo sentimiento de libertad radical cuando dejando todo decoro se pone uno a hacer y decir chiquilladas! Se cuenta cuentos ambiguos o grotescos o simplemente sin sentido, se chapuza uno en la infancia. ¡Oh, estas sumersiones en la remota infancia! No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez. Trece volúmenes llevo ya publicados, pero de todos ellos no pienso volver a leer sino uno, el de mis Recuerdos de niñez y de mocedad, donde en días de serenidad ya algo lejana, traté de fijar no mi alma de niño, sino el alma de la niñez. Acaso si a su título sencillo le hubiese añadido esto: «ensayo de psicología de la infancia», habría tenido algún mayor éxito ese mi pobre y más desventurado libro. Pero eso era profanarlo. Nada de psicologiquerías; nada de sociologiquerías, y eso que hay allí hasta asomos de sociología infantil.

¡La sociología! ¿Hay algo más horrendo, más grotesco, más bufo que eso que suelen llamar sociología? Hay en ella «Californias de grotesco», que diría Flaubert. Todas las ramplonerías progreseras, todos los lugares comunes modernos, parece se han refugiado en esa flamante sociología. Desde allí arriba, desde los canchales de la cumbre de Gredos, contemplábamos con unos prismáticos los pueblecillos del valle del Tiétar, Madrigal, Villanueva de la Vera... Unas montañas nos tapaban a Yuste, donde fue a morir, hastiado de los hombres, nuestro emperador. No se veía a los hombres en aquellos pequeños hormigueros.

Y héteme otra vez aquí después de haberme dado cuerda al corazón con el aire libre de las cumbres, héteme otra vez aquí, en la ciudad, en el vaho de la ramplonería humana, teniendo que soportar el que al lado mío se hable de nuestras diferencias con Francia a propósito de lo de Marruecos o de las cogidas de Vicente Pastor. Otra vez a oír comentar durante veinticuatro horas las noticias del día. Me ocurre lo que a Flaubert: «siento un disgusto profundo de lo diario, es decir, de lo efímero, de lo pasajero, de lo que es importante hoy y no lo será ya mañana».

«¡Sea usted más objetivo!», me dijo una vez un redomado pedante, y añadió: «¡Exponga usted menos ideas y cuente más cosas!». Y yo me quedé pensando: ¿Qué entenderá por cosas este mentecato, y en qué las distinguirá de las ideas? Si, ya sé, lo que hace falta es decir algo que pueda luego el lector repetirlo, atribuyéndoselo o no. Es lo que me decía un ingenuo: «Mire usted, yo voy al teatro porque alguna frase, algún pensamiento se me queda y puedo repetirlo luego, y en último caso cabe contar el argumento a los amigos; ¿pero a un concierto?, no se me pega la música ...». Y, sin embargo, este ingenuo va al concierto, pero es para que le vean en él y decir que ha estado. Pero tú, lector, me complazco en creer que no me pides noticias. Hay otros que te informarán mejor que yo de lo que pasa por el mundo. Y entretanto, acaso no te enteres de lo que pasa en ti mismo. Por mi parte, si alguna vez he logrado llevarte o siquiera acercarte a ti mismo, me doy por pagado.

Vives acaso, lector mío, en un tráfago mundano, entre negocios o entre diversiones. Escápate cuando puedas a la cumbre, ve a pasar unos días al pie del Aconcagua, donde más alto puedas. Deja de pisar el asfalto de los bulevares. Aprende a desdeñar eso que llamamos civilización, y que rara vez es tal, y a extraer de ella lo que de cultura encierre. Deja la civilización con el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, el water-closet y llévate la cultura en el alma. La civilización no es más que una cáscara para proteger las pulpas, el meollo, que es la cultura. Todo ese formidable aparato de invenciones mecánicas acaba en producir una poesía. Cuando haya surgido el poema de la ingeniería moderna puede muy bien hundirse ésta.

Y otra gran lección nos da la cumbre, y es enseñarnos a pasarnos sin comodidades. Nada denuncia tanto la ordinariez de espíritu, la ramplonería y plebeyez de alma, como el apego a la comodidad. El señor que no sabe viajar sin almohada y baño es un mentecato. El desprecio a la comodidad es aún una de las evidentes superioridades de los pueblos de casta ibérica. En ninguna parte estalla tan a las claras la ramplonería humana como en la mesa del comedor de un gran hotel.

Allí arriba hay que comer poco y frío, y mojarlo con agua, con agua cristalina del deshielo de los ventisqueros. Si a alguien se le ocurriese allí, en la cumbre, brindar con champaña, se le vendría encima el desprecio silencioso de los riscos. El brindar con champaña es el acto más sociológico, quiero decir, más grotesco que ha podido inventar el hombre enamorado del progreso. Y si el que brinda lo hace estando vestido de frac, ¡que enormidad de grotesquez! ¿Has visto, lector, nada más bufo que un señor de frac, con su blanca pechera reluciente y acaso un anillo en un dedo, con una copa de champaña en la diestra y brindando?

A eso llaman, creo, vida de sociedad. Y eso pide, claro está, la fotografía para que lo eternice. Y es que hay pocas cosas más sociológicas que la eternización fotográfica. Es lo que llaman ilustración. Porque ilustrar hoy quiere decir añadir fotografías. Figúrate, lector, que esta divagación fuese ilustrada con vistas de Gredos, la subida por la barranca, un ventisquero, el pico de Almanzor, el Ameal de Pablo, la choza de un pastor, la laguna vista desde arriba, etc. ¡Cuánto no ganaría esto para los que quieren cosas! Y el recurso es excelente. Sé de un cronista a quien no le interesan ni los paisajes ni los monumentos arquitectónicos; llega a una ciudad, compra una colección de vistas de ella, se encierra en el hotel, donde se cuida, ante todo, del menú, y se pone, con una guía al lado, a escribir su viaje. Así es como ha sido tantas veces descubierta esta Salamanca en que vivo, lucho y rabio.

Basta ya. Dentro de unos días me voy con unos amigos franceses a pasar algunos en el Santuario de la Peña de Francia, en la sierra de este nombre, entre esta provincia y la de Cáceres. Allí volveré a vivir vida libre.

 

Salamanca, agosto 1911

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