El tranvía inmóvil
Sigamos viajando sin viajar: ahora leamos lo que ocurre en un tranvía varado en calles colombianas…
José Antonio Osorio Lizarazo nació en el barrio de Las Nieves en el año 1900 y murió en 1964. Desde muy joven fue reportero para los periódicos bogotanos, donde publicaba crónicas sobre el crimen, los casos policiacos, la pobreza y el drama de los desfavorecidos de la ciudad. Con mirada aguda y descripción prolífica denunció la realidad más penosa de la sociedad urbana; también, dejó entrever en sus escritos una inteligente compasión por los personajes miserables que retrataba. Narró Bogotá como tal vez ningún otro escritor lo ha hecho, en infinidad de crónicas y en novelas muy valiosas como El día del Odio, La Casa de Vecindad o El Hombre bajo la Tierra.
La crónica que traemos hoy al blog de Frailejón Editores fue publicada en el periódico “Mundo al Día” el 5 de enero de 1929.
El tranvía inmóvil
J.A. Osorio Lizarazo
Ayer se detuvo un tranvía durante una hora. La fuerza invisible que hace girar sus ruedas se había agotado. Los peligrosos alambres conductores eran, entonces, unos pobres alambres como para secar ropa. ¡Daba lástima ver esos alambres tan inofensivos!
Dentro del tranvía detenido, unos cuantos pasajeros ponían en vigencia sus temperamentos: impaciente, gracioso, tranquilo, irascible.
* * *
El señor impaciente miraba de minuto en minuto el reloj. (Las personas impacientes usan siempre reloj). Durante el instante que el reloj intentaba descansar en el bolsillo, el señor impaciente mordía sus propias uñas, se estiraba el saco, se quitaba el sombrero para alisarse el cabello, se palpaba la corbata y hacía una serie de movimientos tan apresurados como inútiles.
Dentro de su mente, en tanto, elaboraba y desechaba proyectos para que el tranvía continuase su viaje. Decía:
- ¿Por qué no telefonean a la planta para que arreglen el daño?
Nadie respondía. Meditaba un nuevo proyecto y añadía:
-Tal vez empujándolo un poquito…
O bien:
- ¿Ya observaron si el trolley funciona?
Los empleados del tranvía no hacían gran caso de su inventiva y él no se daba cuenta de ello. Las soluciones que ofrecía quizá no eran conscientes. Habían sido engendradas espontáneamente por su impaciencia, que necesitaba una exteriorización inmediata. Eran como una válvula de escape. Y su expresión debía producirle una leve sensación de descanso.
* * *
El señor gracioso subió al vehículo cuando éste se hallaba ya inmóvil. Tomó asiento, tosió, miró a su alrededor, y dijo:
-Bueno, ahora puede irse.
Coronó su frase con un acceso de hilaridad semi-contagiosa. Mas como nadie rió, comprendió que el gracejo había quedado oscuro y lo aclaró:
- ¿Acaso no me estaban esperando?
Algunos rieron. Breves instantes de silencio. Luego, riendo anticipadamente:
-Necesito llegar antes de mañana por la noche a la Plaza de Bolívar.
De esta suerte continuó diciendo algunas frases hechas, que él mismo celebraba. Había aprovechado la tarde. Ejercitó su ingenio y supo hacer útil la detención del tranvía. Dos niñas que se hallaban allí no se atrevían, por no parecer coquetas, a sonreír cabalmente. Pero apreciaban, como nadie hasta entonces lo hubiera hecho, el ingenio aquel.
Y el señor gracioso se consideró durante cinco minutos, el amo absoluto a bordo del tranvía. Sin duda por esto hablaba en voz alta, seguro de sí mismo, seguro de sus éxitos.
* * *
El señor de temperamento apacible se puso a mirar el cielo. Probablemente no pensaba en nada. Probablemente no sufría la incomodidad de las bancas. Estaba bien y se sentía a gusto con la demora. Sin duda, no ha hecho nada en todo el día, y ha invertido toda la mañana en una lenta y descuidada “toilette”. Pero, animado por las palabras del señor gracioso, esbozó una idea, que expresó lentamente, midiendo el alcance preciso de cada una de las letras de que constaba su frase:
-Aquí podemos descansar un poco.
Luego, tendiendo la vista a lo largo del tranvía, pero procurando hacer para ello el menor esfuerzo muscular posible, ha buscado otro que se halle tan contento como él. No fracasó en su pausada tentativa y al ver un rostro conocido, se levantó de su asiento y se colocó a su lado. Todos sus movimientos eran parsimoniosos y solemnes. Los dos hablaban en voz suave, restringiendo los ademanes, recordando anécdotas y escenas familiares. Estaban como en un salón. Se hallaban en una visita cordial, de esas visitas en que nadie tiene nada qué decirse y, sin embargo, todos hablan burguesamente.
* * *
El señor irascible ha esperado cinco minutos copiando los gestos y los movimientos inútiles del impaciente. De súbito, arrojó la colilla de un cigarrillo que se consumía entre sus dedos afilados como finales de zarpas. Una imprecación saltó de sus labios y asombró a los pasajeros:
- ¡Esta maldita empresa! Estafa y roba al público. No es posible continuar así. ¿A quién se le ocurre detenernos aquí una hora? Esto es, sencillamente, un abuso.
De las imprecaciones genéricas contra la empresa pasó a las personales contra el gerente. Sus propias frases exaltaban su ira y con violento ademán se lanzó del tranvía como si lo hubieran arrojado. Se alejó, a lo largo de la calle, pisando con fuerza, amenazando las casas, mirando hostilmente a los transeúntes. Dijérase que iba en busca del gerente para estrangularlo con sus propias manos, pero, seguramente, cuando perdió de vista el vehículo inmóvil, su ira se esfumó y cayó en la cuenta de que no tenía urgencia alguna de viajar en tranvía.
* * *
Por fin, el tranvía ha continuado su viaje. Cada uno ha recobrado la cara y los ademanes de lucir en la calle. Ese tranvía, mientras estuvo detenido, alojó un montón de almas desnudas, ¡que el movimiento hizo vestir repentinamente!
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