Elegía a una vieja mansión chapineruna

Ernesto Volkening (Amberes, 1908 – Bogotá, 1982) se estableció en Bogotá desde muy joven y vivió en esta ciudad hasta su muerte. Como algunos otros intelectuales extranjeros colombianizados logró penetrar con su mirada en lo profundo de nuestra realidad. Igual que ocurre con unos cuantos de ellos, su pensamiento revelador nos produce unas veces orgullo patrio; otras veces, nos desconcierta porque nos descubre incapaces de ver lo que tenemos más cerca. Gran ensayista, colaborador inagotable de todos los periódicos y revistas importantes en el medio, pionero de la crítica de cine en Colombia, don Ernesto Volkening fue una referencia en la vida cultural del país durante medio siglo.

Frailejón Editores publicará próximamente una breve selección de sus ensayos realizada por Santiago Mutis D. Hoy traemos al Blog uno de ellos, en el cual el autor nos guía con su prosa inmejorable a través de reflexiones necesarias sobre el arte, la vida y el ser humano.

 

 

Las casas de 1900

Elegía a una vieja mansión chapineruna

Ernesto Volkening

 

 

Tenía dieciocho años cuando una tía mía, que me había invitado a pasar mis vacaciones en su casa, me llamó un día al sagrado recinto de su dormitorio y, señalando con ademán de desprecio los complicados adornos de su vieja cama de roble, exclamó:

–¿Ves esas guirnaldas, volutas, columnitas y cabecitas de ángeles, talladas en madera? Pues, fíjate bien: todos esos horrores van a desaparecer. Yo quiero una cama de líneas sencillas, puras, rectas, sin adefesios, y al estilo de la época.  

Felicité a la respetable dama por su decisión, y salí muy contento de tener una tía tan a la altura de nuestro siglo. Después de estudiar el lado técnico de la cuestión con un ebanista, quien, asumiendo la desinteresada actitud de un verdadero admirador del arte, hizo vanas tentativas de conservar “tanta belleza” para la posteridad, comenzó el serrucho su obra demoledora, y de las ruinas del pasado surgió, cual fénix de las cenizas, la cama depurada, un monumento del espíritu moderno.

Ha transcurrido un cuarto de siglo desde aquel episodio memorable de la crónica familiar, he llegado a la edad que en ese entonces tuviera mi tía, y de repente me doy cuenta de que con los años se ha ido transformando mi visión. ¿Será que en mi caso se impone la vieja verdad de “quien a los veinte años no es revolucionario es un imbécil, y quien a los cuarenta sigue siendo revolucionario, también es un imbécil”? No lo sé, pero lo cierto es que al dar hace poco un paseo por los barrios de Chapinero hice un descubrimiento quizás un tanto subjetivo, mas no por esto menos revelador. Revelador como indicio de que en materia de arquitectura me voy acercando al punto de vista sostenido cinco lustros ha con tan loable ahínco por el ebanista de mi tía, y ella, en cambio, se ha convertido en madre espiritual de una generación de urbanistas jóvenes, resueltos, al parecer, a no dejar piedra sobre piedra en nuestras ciudades. Desde luego, lo que en mi tía fue espontánea manifestación del capricho, para ellos se traduce en términos de racionalidad y planificación, aun cuando cabe preguntar si detrás de sus fórmulas, por cierto muy sugestivas, no se oculta también algún elemento irracional. Conozco en la parte alta de Bogotá unas callejuelas tan solitarias, que la aparición de un perro a mediodía da motivos para serios comentarios entre los vecinos, y sin embargo, no hay quién las salve del ensanche desfigurador.

Volvamos a mi experiencia chapineruna. De paso hube reparado en las características arquitectónicas de una quinta que me recordaba la cama de mi tía antes de su gloriosa metamorfosis. Había en esa residencia, edificada evidentemente a comienzos de nuestro siglo, tal profusión de torrecitas coronadas de espigas y veletas, de tragaluces, frontones, cornisas y archivoltas, de balcones sostenidos por consolas, de chimeneas, barandas y otras curiosidades ricamente labradas, que el conjunto se parecía más a un ponqué de bodas que a una morada humana. Un jardín de diminutos arriates situados en medio de un fantástico embrollo de caminos serpenteados formaba con la casa una unidad de estilo aún más acentuada por el estado de encantador abandono en que se encontraban ambos. A decir verdad, tampoco le faltaba a ese cuadro de alegres fruslerías centenaristas un no sé qué de melancolía, algo vagamente tétrico que venía tejiendo su delicada red entre un grupo de adustos pinos y los postigos cerrados de la edificación. Espontáneamente me venía a la mente el recuerdo de aquella lúgubre mansión cuyas paredes encerraban enigmáticas pasiones, los destinos indisolublemente vinculados de madre e hija en Mont Cinère, la fascinante novela de Julien Green.

Ahí está, según creo, la clave psicológica de la nueva y sorprendente inclinación, tanto en mi propio caso como en el de algunos coetáneos, hacia un arte que ayer todavía aborrecíamos y que seguimos aborreciendo en sus aspectos estéticos. No he cambiado de opinión en lo que se refiere a los brotes de una imaginación de confitero en traje de albañil, a los sombreros de mujer coronados de nidos de ave o de hortalizas, y a los cuartos de antaño, atiborrados como un museo de artes y oficios. Los encuentro feos, pero de una fealdad apasionante, misteriosa, un poco a la manera de la paradójica belle laide de los franceses, la que, pese a la ausencia de encantos físicos bien definidos, despierta y mantiene viva la curiosidad del hombre. Si la contemplación de muchas residencias modernas tan sólo nos incita a un cálculo mental de la cantidad de ladrillos y cemento que se haya gastado en la obra, o, a lo mejor, nos inspira, por la pureza geométrica de sus líneas y la tersura de la fachada, un sentimiento de ecuánime aprecio, las del fin de siglo nos tienen intrigados, nos “dan en qué pensar” y, por detestables que sean, evocan sensaciones análogas a la atracción que ejercen sobre nosotros los subterfugios del inconsciente. Al igual que incluso el alma más esclarecida suele guardar insospechadas verdades en algún recoveco, esas moradas abundan en rincones húmedos, laberínticas escaleras de caracol y desvanes “de entrada prohibida”, donde el intruso se expone a dolorosos azares, sea dando con la cabeza contra una viga, sea tropezando con un espectro de su propio pasado.

Tales peligros no existen en nuestras bien distribuidas y asoleadas habitaciones de hoy; no hay ni sombra de una sombra en un apartamento de último modelo; eliminando cualesquiera focos de infección hemos logrado expulsar los gérmenes nocivos - y los duendes que con ellos comparten la predilección por los sitios oscuros, mal ventilados. Ningún fantasma que se respete accederá a hospedarse en una casa prefabricada, de aire acondicionado y con ventanas de seis metros de ancho, eso nunca; si no encuentra otro albergue más acorde con las exigencias de su naturaleza, prefiere pasar la noche tiritando en una banca del parque. Bueno, tal vez se pueda vivir sin espectros, mas como los triunfos de la civilización tienen su precio, surge en seguida un nuevo problema, pues en nuestro afán por la higiene del cuerpo hemos olvidado que las necesidades del alma son distintas, tan distintas que un exceso de luz le hace daño. Sin duda, lo que más le conviene al hombre como unidad psico-física es una mezcla de luz y sombra en proporciones sabiamente calculadas, un ambiente de carácter privado o siquiera un rincón de su aposento a donde pueda recogerse, una vez terminada la faena diurna, a meditar, soñar, sumirse en el estado tan sabrosamente vegetativo del dolce far niente, o rumiar tranquilo las injusticias de este mundo. Probablemente se trata de un atavismo. Como nuestros antepasados prehistóricos fueron trogloditas, subsiste en nuestro inconsciente el deseo de conservar en la vivienda algo que nos recuerde las acogedoras tinieblas de la gruta ancestral, y siempre nos sentiremos un poco incómodos en un acuario expuesto por los cuatro costados a las escudriñadoras miradas del prójimo. El último ejemplo del arquetipo cavernícola lo constituye la casatorta de 1900. Despidámonos de ella con la compostura habitual en los entierros de parientes lejanos.

(Revista Vida, número 57, Bogotá 1953)

 

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