Fantasía en madera

En el Blog de Frailejón Editores seguimos invitándoles a disfrutar de piezas cortas de literatura que celebramos y nos emocionan. Con ellas, esperamos ayudar a enriquecer, así sea en pequeña medida, la dieta de información que se consume cada día a través de las pantallas.

Sin embargo, a propósito del breve texto que publicamos hoy, sentimos la necesidad de exclamar en voz alta y en mayúsculas, levantando los brazos y quitándonos el sombrero, que bien puede ser una de las páginas más hermosas de las letras colombianas.

Pensamos en Luis Tejada, en su talento fuera de proporción, en su corta carrera como escritor y periodista antes de morir a los 26 años con más de 600 crónicas publicadas en todos los periódicos y revistas importantes de la época; y, por lo ingenioso, inmediato, fresco y vivaz de su escritura, no podemos verlo como un personaje de la historia cultural, sino sentirnos ante un amigo cercano poseedor de una chispa y una gracia infinitas…

 

 

 

Fantasía en madera

Luis Tejada

 

Dicen que el pobre Maupassant, en los últimos días de su vida, sufría alucinaciones extrañas. Entre otras cosas atormentadoras, se cuenta que una vez creyó que lo perseguían los muebles de su cuarto: que las sillas, y los sofás, y los escaparates gigantescos y el lecho cuadrúpedo, corrían en pos de él escalas abajo, desalados, estrepitosos y amenazantes, hasta que lo alcanzaron en un rincón del jardín y lo molieron a golpes con sus puños y sus patas de madera.

Siempre que entro a una agencia de muebles pienso en Maupassant. Aquel hiperestésico sublime temía a los muebles porque creía que en ellos hay algo animal y hasta algo singularmente humano. Y, en efecto, toda agencia de muebles da como la idea de un jardín zoológico petrificado, o, mejor, de un osario monstruoso en que se hubieran agrupado los fósiles de una fauna desaparecida hace mucho tiempo; colección magnífica de esqueletos reconstruidos que adoptan sobre el suelo posiciones orgánicas, naturales, desembarazadas, como si alguna vez hubieran tenido vida, o fueran a tenerla en un momento inminente.

Y después de todo, ¿quién me dice que hace treinta mil años los escaparates y los taburetes, los sillones y los sofás, no andaban sueltos por el campo, correteando pesadamente en los ratos de alegría, o, a menudo, sentándose a discutir con severidad bajo las encinas? A mí al menos, los muebles me dan esa extravagante impresión de vida en latencia. Un taburete, por ejemplo, me parece sencillamente humano. Lo veo como un pobre ser paralítico y circunspecto, que se pasara eternamente en cuclillas, esperando algo remoto; tiene el aire resignado y melancólico de un gran señor venido a menos, de un ente superior reducido, por castigo divino o por simple hechicería, a adoptar formas imperfectas e inertes hasta que llegue el minuto del desencantamiento milagroso.

Sin embargo, hay quienes creen que los taburetes salen a veces de ese encantado mutismo, en raros pero merecidos instantes de expansión. O si no, ¿qué hacen en el interior de las salas cerradas, durante las largas noches solitarias, esos seis o siete taburetes que tan ceremoniosa y cortésmente se reciben la visita? Quizás asomándose uno por el hueco de la cerradura los vería accionar con parsimonia y los oiría hablar de política, o de economía, o de no sé qué cosas graves y abstrusas, porque a mí se me figura que los taburetes, y sobre todo los altos y severos taburetes de vaqueta, deben ser unos señores filósofos y medio financieros, que sólo deben hablar de asuntos serios y tremendos, con ese tono doctoral que adoptan los congresistas en las Cámaras.

Puede suceder que el taburete sea el tipo degenerado de una gran especie que vivió en remotas edades o el principio de evolución de una gran especie que vivirá en el porvenir. Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo.

En todo caso dentro de la extraña fauna de los muebles, el taburete es el tipo que más se acerca al hombre; el escaparate vendría a ser el mastodonte. Un escaparate da siempre impresión de que va a rugir con horrísono acento antediluviano; de que va a movilizar de pronto su mole gigantesca, pausada, atropellando los menudos y frágiles objetos del tocador. Todos nos acercamos al escaparate con cierto íntimo pavor, con cierta solemnidad ritual como si esperáramos ver surgir de sus entrañas alguna cosa maravillosa.

El lecho, en cambio, con su enhiesta cornamenta y sus cuatro patas cortas, es un buen buey, un cuadrúpedo dócil y apacible, que rumia en su rincón, indiferente a todo lo que pase encima o debajo de él.

La cómoda, de pequeños cuernos, esbelta y ligera, es un búfalo momificado.

La silla de extensión es un lagarto.

Ahora bien: ¿ese mundo fantástico de los muebles es verdaderamente inerte, como lo pensamos, o se burla de nosotros en nuestra ausencia? Yo no sé; pero a veces, al abrir una pieza, parece que los muebles acabaran de recobrar súbitamente sus posiciones habituales y conservan aún un leve aire de sobresalto y de encogimiento anhelante, como si hubieran estado haciendo alguna cosa mala, o entregados a una furibunda batahola. En un momento de esos los sorprendió Maupassant y quisieron vengarse de él para que no revelara su secreto.

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