La Arlesiana

Alphonse Daudet (1849-1897) publicó sus Cartas de mi molino para contarle a un París frío y septentrional cómo la vida en la Provenza es soleada y alegre; cómo esta región hace parte del Mediterráneo, que es como un mismo país que va hasta Argelia en África y más allá; cómo las tradiciones provenzales son tan bellas y verdaderas; y cómo entre el mar, las montañas y las estrellas ocurren tantas historias a veces fantásticas y terribles, a veces simplemente humanas, dulces y tristes.

Escribió Emile Zola sobre Daudet: “Hay entre loscuentistas y novelistas contemporáneos un autor que ha recibido al nacer todos los dones del espíritu. Me refiero a Alphonse Daudet. He de aplicarle, a pesar de lo gastada, la antigua imagen de los cuentos maravillosos. Me figuro que todas las hadas se reunieron en torno a su cuna para concederle cada una un raro don por la virtud de su varita: una le dio la gracia; otra, el encanto; ésta, la sonrisa que hace amar; aquella, la tierna emoción que depara éxito. Y lo asombroso es que el hada mala, la que suele llegar al final para destruir todos estos preciosos dones, se retrasó tanto aquel día, que ni siquiera pudo entrar…”

Para el Blog de Frailejón traemos La Arlesiana, uno de los hermosos relatos recogidos en Cartas de mi molino, en traducción de Anita Gómez de Cárdenas.

La Arlesiana

Alphonse Daudet

 

Para ir a la aldea, al bajar de mi molino, se pasa delante de una granja construida cerca del camino al fondo de un gran patio sembrado de almeces. Es la auténtica casa del granjero de Provenza, con sus tejas rojas, su amplia fachada parda de aperturas irregulares, y luego en lo alto la veleta del granero, la polea para alzar los almiares, y algunos manojos pardos de heno que sobresalen...

¿Por qué me había llamado la atención esta casa? ¿Por qué se me estrechaba el corazón al ver esta portada cerrada? No habría podido decirlo, y sin embargo esta vivienda me producía un frío... Había demasiado silencio en derredor... Cuando uno pasaba, los perros no ladraban, las pintadas se alejaban sin gritar... ¡Al interior, ni una voz! Nada, ni siquiera el cascabel de una mula... De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los techos, se habría creído que el sitio estaba inhabitado. 

Ayer, justo al mediodía, volvía de la aldea y, para evitar el sol, caminaba a lo largo de los muros de la granja, a la sombra de los almeces... Sobre el camino, delante de la casa, unos sirvientes silenciosos terminaban de cargar un carro de heno… La portada se había quedado abierta. Eché un vistazo al pasar y vi, al fondo del patio, acodado - con la cabeza entre las manos - sobre una amplia mesa de piedra, a un gran viejo muy blanco, con una chaqueta demasiado corta y unos pantalones en tiras… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja:

-¡Chiss! Es el patrón… Está así desde la desgracia de su hijo.

En ese momento una mujer y un muchachito, vestidos de negro, pasaron cerca de nosotros con unos gruesos devocionarios dorados, y entraron en la granja.

El hombre añadió:

-…La patrona, y el Benjamín que vuelven de la misa. Van todos los días, desde que el muchacho se mató… ¡Ah, señor, qué desolación!... El padre lleva todavía la ropa del muerto; no hay manera de hacérsela quitar… ¡Arre mula!

El carro se sacudió para partir. Yo, que quería saber más sobre esto, le pedí al conductor que me permitiera subir con él la cuesta, y allá arriba, junto al heno, me contó toda esa desoladora historia.

Se llamaba Jan. Era un campesino admirable de veinte años, manso como una muchacha, sólido y con la cara abierta. Como era muy hermoso, las mujeres lo admiraban; pero él no pensaba sino en una -una pequeña arlesiana, toda llena de terciopelos y de encajes, con quien se había encontrado una vez en la Arena de Arles-. En la granja, al principio, no vieron esta relación con buenos ojos. La muchacha tenía reputación de coqueta, y sus padres no eran de la región. Pero Jan quería a su arlesiana con todas sus fuerzas. Decía:

- Moriré si no me la dan.

 Hubo que ceder. Decidieron casarlos después de la cosecha.

Así pues, un domingo por la noche, en el patio de la granja, la familia terminaba de comer. Era casi una cena de bodas. La novia no estaba allí, pero se había brindado a su salud durante todoel tiempo... Un hombre se presenta a la puerta y, con voz temblorosa, pide hablar con el patrón Estève, y sólo con él. Estève se levanta y sale al camino.

- Patrón - le dice el hombre -, va a casar a su hijo con una pilla, que ha sido mi amante durante dos años. Lo que afirmo, lo pruebo: ¡vea estas cartas!... Los padres lo saben todo y me la habían prometido; pero desde que su hijo la busca, ni ellos ni la bella quieren saber nada de mí... Habría pensado, sin embargo, que después de eso no podía ser la mujer de otro.

- ¡Está bien! - dijo el patrón Estève cuando terminó de mirar las cartas - ; entre y tome una copa de moscatel.

 El hombre respondió:

- ¡Gracias! Tengo más tristeza que sed.

Y se fue.

El padre vuelve a entrar, impasible; retoma su puesto en la mesa; y la comida se termina alegremente…

Esa noche, el patrón Estève y su hijo se fueron juntos al campo. Se quedaron mucho rato afuera; cuando volvieron, la madre los esperaba todavía.

- Mujer - dijo el granjero, entregándole a su hijo-, ¡abrázalo! Está triste...

Jan no volvió a hablar de la arlesiana. Sin embargo, la amaba todavía, y aún más que nunca, desde que se la habían mostrado en los brazos de otro. Pero era demasiado orgulloso como para decir algo; ¡eso fue lo que mató al pobre muchacho!... A veces pasaba días enteros solo en un rincón, sin moverse. Otros días, se ponía a trabajar la tierra con rabia y despachaba él solo el trabajo de diez jornaleros... Al caer la tarde, tomaba la ruta de Arles y caminaba delante de sí hasta que veía alzarse en el crepúsculo los delgados campanarios de la ciudad. Entonces volvía. Nunca iba más lejos.

De verlo así, siempre triste y solo, la gente de la granja no sabía ya qué hacer. Temían una desgracia... Una vez, en la mesa del comedor, su madre, mirándolo con ojos llenos de lágrimas, le dijo:

- ¡Está bien! Escucha, Jan, si la quieres de todos modos, te la daremos…

El padre, rojo de vergüenza, bajaba la cabeza…

Jan hizo signo de que no, y salió…

A partir de ese día, cambió su manera de vivir, afectando estar siempre alegre, para tranquilizar a sus padres. Volvieron a verlo en los bailes, en la cantina, en las reuniones en donde se marcaba a los animales con el hierro. En la fiesta votiva de Fonvielle, fue él quien lideró la farándola.

El padre decía:

- Ya se alivió.

La madre, por su parte, seguía sintiendo miedo y vigilaba más que nunca a su muchacho... Jan dormía con el Benjamín, junto al cultivo de gusanos de seda; la pobre vieja se hizo instalar una cama al lado del cuarto de ellos... Los gusanos podían necesitarla, en la noche.

Vino la fiesta de san Eloy, patrón de los granjeros.

Gran alegría en la granja... Hubo châteauneuf* para todo el mundo y vino cocido como si fuera llovido. Luego petardos, juegos artificiales, los almeces estaban llenos de linternas de colores... ¡Viva san Eloy! Se farandoleó hasta morir. El Benjamín quemó su blusa nueva... El mismo Jan tenía un aire contento: quiso hacer bailar a su madre, la pobre mujer lloraba de felicidad.

A la medianoche fueron a acostarse. Todo mundo tenía necesidad de dormir... Sin embargo, Jan no durmió. El menor contó, más tarde, que toda la noche había sollozado... ¡Ah! Se lo digo yo, estaba bien flechado, ese muchacho...

Al día siguiente, al alba, la madre oyó que alguien atravesaba su cuarto a la carrera. Tuvo un presentimiento:

- ¿Jan, eres tú?

Jan no responde; ya está en la escalera.

De prisa, de prisa, la madre se levanta:

- ¿Jan, adónde vas?

Él sube a la buhardilla; ella sube detrás:

- ¡Hijo mío, en el nombre del cielo!

Él cierra la puerta con cerrojo.

-Jan, mi Jan, respóndeme. ¿Qué vas a hacer?

A tientas, con sus viejas manos temblorosas, busca el picaporte… Una ventana que se abre, el ruido de un cuerpo sobre los ladrillos del patio, y eso es todo…

El pobre muchacho se había dicho:

- La amo demasiado... Me voy...

¡Ah! ¡Somos corazones miserables! ¡Es demasiado doloroso, sin embargo, que el desprecio no pueda matar el amor!...

Aquella mañana las gentes de la aldea se preguntaron quién podía gritar así, allá abajo del lado de la granjade Estève…

Era la madre, completamente desnuda, que se lamentaba, con su hijo muerto entre los brazos, delante de la mesa de piedra cubierta de rocío y de sangre.

 

 

 

 

*Châteauneuf. El vino llamado así. (N. de la T.)

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