Por senderos de agua
Horacio Benavides, el poeta caucano amigo y autor de Frailejón, nos envía esta crónica de un viaje que realizó recientemente por su tierra. Publicado también hace unos días en El Nuevo Liberal de Popayán, reproducimos en el Blog de Frailejón este hermoso texto, que nos muestra cómo puede uno volver después de muchos años a su tierra natal y ver con ojos de asombro fresco y mucho cariño los caminos, los lugares, los paisajes y los personajes de siempre conocidos.
Para quienes nunca hemos visitado el suroriente del Cauca y estamos por estos días en reclusión, la crónica es una sugestiva invitación a disfrutar de la idea de sus montañas inconmensurables y de sus nombres y sus hombres milenarios.
Horacio Benavides nació en Bolívar, Cauca. Ha publicado con Frailejón Editores los libros Conversación a oscuras, Cuerpo de tierra y El libro de las vocales olvidadas. Recibió el Premio de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia en el año 2013.
Por Senderos de Agua
Horacio Benavides
Antes de que el coronavirus o la misma vida diga hasta aquí llegamos, he sentido la necesidad de conocer palmo a palmo la tierra en la que nací; siguiendo el ejemplo de algunos de mis coterráneos, entre los que está mi amigo Jairo Anacona. No tengo casa ni finca en Bolívar, pero sigo el dictado del borracho que escuchó de niña mi madre, en San Juan: “Estos dicen que son ricos porque tienen fincas, rico yo, todo lo que ven mis ojos es mío.”
Un pueblo dormido
Salimos de Bolívar en una camioneta hacia San Lorenzo. Nuestro rumbo es el sur-occidente, es decir vía El Pepinal, lugar famoso por su guarapo. La mañana, que apareció nublada, se abrió: campos verdes, potreros y árboles. A un kilómetro, en la orilla de la carretera, aparece el muro de tierra que sirvió de protección al Ejército libertador, queda un resto de unos 10 metros, a nadie le importa.
En El Pepinal está la quebrada de su mismo nombre, color chocolate, dicen que por las minas de oro explotadas de manera artesanal desde hace mucho tiempo. Hay tres casas grandes. Aquí la carretera se bifurca, la vieja sigue hacia el Sambingo; la otra, a San Miguel. La carretera es angosta, con muchas curvas, pero con piso firme. El vehículo avanza a trote de caballo. El Sambingo nos espera con sus piedras enormes y su corriente briosa. Este río vale oro, que lo tiene a raudales, pero más por su agua, de la que tendrá que tomar en poco tiempo Bolívar; la que ahora tiene es insuficiente; extraño, un pueblo del Macizo, tierra de agua, sin agua.
Pasado el río, empieza Chalwayaco. Estoy en el lugar donde nací, tierra que fue, para mis ojos niños, la más bella de todas. La carretera fue construida sobre el viejo camino, bordeando la parte baja de la montaña. Pronto pasamos por la finca que fue inicialmente de mi abuelo David Zúñiga y luego de mi padre; son potreros de un terreno inclinado, aparentemente estériles, pero que dan un pasto que pone a brillar el pelo de los caballos; la parte que toca al río es tierra muy buena para el plátano, la caña, el maní.
Ahora damos con el puente sobre la quebrada Sucia; se llama así por la tierra que arrastra debido a los derrumbes en sus orillas. Pensé por mucho tiempo que bastaría arborizar a lado y lado, pero el problema es mayor, por su cauce pasa la falla geológica del Romeral.
Estamos ya del otro lado, en tierras de San Lorenzo. Subimos buscando el pueblo del mismo nombre. Tenemos a un costado a Chalwayaco. María dispara su cámara una y otra vez. Es una tierra muy arborizada, con algunos cultivos que no puedo precisar, predominan los árboles. Es en verdad un lugar hermoso, de niño lo vi con el corazón, ahora con los ojos. Estoy reconciliado.
Fui a San Lorenzo cuando tenía 12 años, tengo un recuerdo vago de esa visita; en mi cabeza, un pueblo de calles solitarias. Tal como lo vi entonces, así es: unas pocas calles vacías. Cuando entrábamos, al fondo de la calle cruzaba, como un fantasma, una mujer vieja vestida de negro; “doña Chila,” dijo el hombre que iba a mi lado. Es un pueblo que en más de 50 años no se ha movido; se fueron los jóvenes, se quedaron los viejos. Viéndolo mejor, el pueblo empieza a caminar, están construyendo nuevas casas; un hombre está por inaugurar un restaurante, podemos ver las mesas, los refrigeradores. Entro a una tienda, la dueña, una mujer blanca entrada en años que almuerza detrás de un mostrador, me mira con ojos vivaces y me ofrece una silla. Le digo que tuve, hace muchos años, un amigo en este pueblo, y que tal vez ella fue su novia. Le alumbran los ojos y ríe picarona, y pregunta por su nombre; le digo que se llamaba de tal manera; me contesta que a esos Zúñiga les decían Los Pesados, porque tenían dinero, pero que el fulano no fue su novio; la parla sigue como si nos conociéramos hace mucho tiempo. Entramos en una panadería, me acompañan María, y Emiro Piamba; buenas vitrinas, neveras para los refrescos, registradora, pero no hay quien atienda. Llamamos con un buenos días gritado, pero nada; al fin sale un hombre de unos cincuenta años, mestizo blanco, con unos toques de harina en el rostro. Le digo que, al ver la panadería sola, estábamos por robar. Me contesta que en este pueblo no hay ladrones; que hace mucho tiempo no había ley y aparecía un muerto cada semana; pero que llegó la guerrilla y puso orden y, que aunque ahora ya no está, hay tranquilidad. Cuando le digo que San Lorenzo es un pueblo quieto, como salido de un cuento de Rulfo, me dice que el silencio y la tranquilidad que se vive no se encuentran en ninguna parte del mundo. Conoce las dificultades y posibilidades de su pueblo; uno de los proyectos que espera se realice es la pavimentación de la carretera que lleva a Bolívar.
Como el pueblo está a caballo sobre un ramal de la cordillera occidental, es un buen mirador: tierras verdes con cultivos y árboles; hacia el sur, la carretera a San Pablo, Nariño. Hace poco me enteré que hace mucho tiempo este corregimiento hizo parte de Chalwayaco.
Hace 1000 años un indio peruano vio desde el cerro de La Campana esta tierra y dijo “se llamará Chalguayaco como recuerdo de mi lugar en el Perú.” Chalwayaco es una palabra quechua compuesta: chalwa traduce: pez, y yaco: agua. Vendría a ser, según una poeta peruana de habla quechua: río de los peces pequeños.
Siglos después un hombre mestizo del sur bajó por este lugar, le pareció hermoso y se quedó en El Cucho, palabra que traduce rincón, y en verdad, está en un rincón de Chalwayaco. El apellido de este hombre era Benavides; tuvo tres hijos en una india del lugar; no se casó con aquella mujer, pero cerca de morir llamó a sus hijos y les escrituró sus tierras; esos tres hermanos fueron: Ambrosio, Manuel, y Zenón Benavides. Zenón sería mi abuelo.
Regresando a Bolívar, la camioneta debió darle pasó a una chiva, cargada de niños; oh sorpresa, eran estudiantes de Chalwayaco que volvían después de su jornada de estudio en el pueblo. No supe si reír o llorar, esa experiencia no la tuve. Después dimos con otra; igual, alegres niños de la tierra primera. Algo bueno está pasando.
Bolívar, el pueblo, fue lugar de mi primer exilio en tiempos de mi escuela primaria. Mi padre, Rodolfo Benavides, lo visitaba miércoles y sábado; se tomaba sus cervezas con amigos liberales en el negocio de compra de café de Argemiro Alegría; y volvía a Chalwayaco con el pan, la carne y el infaltable Espectador. De este pueblo fue mi bisabuelo materno Daniel Zúñiga, quien tuvo hijos en varios lugares: a los propios en el pueblo; a Néstor Zúñiga, en San Miguel; a David Zúñiga, mi abuelo, en Chalwyaco. David heredó de él sus ojos verdes y su barba bermeja, pero no casa ni tierra; trabajó como loco y llegó a tener tierras, tal vez fue la forma de matar a su padre.
CAMINO A LOS MILAGROS, ANTIGUO JAYO
Nuestro rumbo es el corregimiento Los Milagros. Para quien no conoce, está situado en el sur-oriente de Bolívar.
Salimos del pueblo a las 6:30 am, por la carretera que va al Morro. Es una mañana de niebla, el Cerro de Bolívar se deja entrever, el gran buey acostado protege nuestro andar.
La camioneta en la que vamos las ocho personas del paseo, avanza por la carrera embalastrada. En nuestra conversación aparece una vereda que tuvo sembrados de coca y de la que salieron traquetos pesados que, según dicen, realizaron negocios con los carteles mexicanos y ahora viven fuera del país.
Después de unos 45 minutos, en los que hemos ido ascendiendo levemente, tomamos la desviación hacia Los Milagros, iniciando el verdadero ascenso. El día sigue con niebla, lo que no nos permite ver claramente el terreno. Un poco más arriba, divisamos los potreros y cultivos de café, plátano y caña. Subimos de los 1.700 m. en que está Bolívar a los más de 2.200 de Los Milagros. A nuestra mano derecha, potreros en cuadros, cultivos, semejantes a los de las tierras de Nariño.
Y después de 2:30 horas de viaje: el pueblo. Desembarcamos en la plaza, es día de mercado, así que está llena. La presencia India es fuerte. Con frecuencia, ojos rasgados como si estuviéramos en Mongolia. Le pido a un joven fortacho nos permita una fotografía, lo elegí por sus ojos asiáticos. Más de 12.000 años de la llegada de los primeros pobladores por Bering, o por las costas de Suramérica, y la herencia no se ha perdido.
Nuestro regreso a Bolívar lo haríamos a pie. En Los Milagros debía tomar una decisión responsable, caminar o regresarme en la camioneta; nos esperaba el gran cañón de El Pericazo, bordeando abismos, por una carretera-trocha, que fue camino incaico. Mis amigos me animan y resuelvo caminar. El hecho de que este recorrido lo hiciera mi madre, Fidelina Zúñiga, aún niña, me alienta también. En la plaza pregunto por hoja de coca para mambear, la coca da fuerzas y serenidad en los viajes a pie, pero los interrogados se muestran esquivos; me ven como forastero, tal vez piensan que hago parte de la ley; no vale que yo sea indio como ellos. Nos despedimos del conductor y bajamos, por un desecho, hacia El Pericazo.
Avanzamos en fila india Carlos el profe, le siguen Jairo y Emiro; luego María, yo unos pasos atrás; cierran, los dos Fabianes y Darío.
EL CAÑÓN
Se me pasó por alto: ascendiendo hacia Los Milagros, hicimos una parada en El Carmen, un corregimiento de los 12 que tiene el municipio. Es un pequeño pueblo de casas con alares, que conserva la arquitectura colonial. Fue un grato encuentro; más grato aún el desayuno, en la casa de Hilda; no olvidaré lo que comí: un perico con arroz y café con pan de maíz. Este pan es una tradición en Nariño y en este lugar, cercano a ese departamento. Fuimos a mirar el horno en que lo hacen; en el momento estaban sacando del fuego una bandeja, así que nos tocó comerlo calientico. “Rico pan,” dijo el perico, perchado en la cuerda de la ropa.
Saliendo de Los Milagros tomamos un desecho, caminamos entre árboles por un sendero lodoso, pero con piedras, esto evita las caídas. Nos encontramos con varios arroyos de agua muy limpia y cantarina, no se olviden que estamos en El Macizo. Pudimos ver varias mirlas oscuras de patas amarillas, pájaros que cantan muy bello; chiwacos los llamamos, en lengua materna. Las mirlas compiten con los curillos en un concurso de canto.
Casi en todo el camino marcó el paso Carlos, ni muy lento ni muy rápido, armonizando a la liebre y a la tortuga.
Los Fabianes y Darío dieron con un nido de barranqueros, pájaros que se paran en los barrancos y mueven la cola como un péndulo, y construyen sus nidos en la tierra, con una puerta de entrada y otra de salida.
Después de una hora por el desecho, dimos con el camino real. Por éste, ahora carretera, caminó mi madre siendo casi una niña, salía de Chalwayaco, pasaba por Mazamorras, y ascendía a Los Milagros y llegaba a San Juan, a casa de su tío Juan Gómez, a quien ella quería.
Caminó antes David Zúñiga, que siendo un mestizo ojiverde fue a buscar a María Santos, una india de San Juan, esta mujer sería mi abuela.
Lo transitó mi padre en compañía de Pascual Benavides, su primo.
Lo caminó Polo Dorado, papá de Omar y de Antonio el cineasta.
EL PERICAZO
No piensen mal, este nombre le viene de esos pájaros conversones que cruzan en bandadas el gran abismo que separa a las dos enormes montañas; las mayores montañas que he visto en mi vida, amplias de base y altas hasta perderse en las nubes.
La tierra en su mayor parte es inclinada y sólo crece rastrojo; cuando el terreno se inclina menos, los campesinos tienen sus casas y sus huertas.
Caminamos en fila India, adelante siempre Carlos, lo sigo procurando no perderlo de vista para no sentir vértigo. Cerca de Yunguilla la carretera pasa a ser camino de herradura. En Yunguilla los campesinos tienen buenas casas y buenos sembrados. Aquí vive Sofonías, un indio enorme de cuerpo y sabiduría, conocedor de su tradición. Pasamos a 200 metros de su vivienda, subiendo aún más; Jairo quería visitarlo, pero le pedimos seguir, las piernas no daban.
Un poco antes de Yunguilla topamos con Omar Samboní un indio joven con ojos asiáticos, pero con nariz aguileña, sus abuelo debieron venir de las islas asiáticas y llegar al Perú, los de abuelos mongoles tenemos, generalmente, la nariz roma.
Son famosas las cascadas del Cañón, mal conté 11, sumando la de las dos montañas.Casi agotados, empezamos a preguntar por Mazamorras, lugar de parada donde nos esperaba un sancocho de gallina en casa de Ibón Zúñiga.
MAZAMORRAS
Después de cinco horas de caminar nuestros cuerpos pedían reposo. Los campesinos a quienes preguntábamos por la casa de Ibón nos contestaban: "en la vueltica no más queda," y la vueltica por ninguna parte. No es que quisieran engañarnos, es que las distancias para ellos, grandes caminantes, son diferentes. Al fin nos dijeron: "suban el pequeño repecho, dan con la escuela, y un poquito más allá está la casa."
Subimos gateando, por entre cafetales y matas de plátano, gritábamos junto a las casas para que aplacaran a los perros, y ¡al fin la casa de Ibón!
MAZAMORRAS está en la falda de la montaña, su clima medio, se cultiva el café, plátano, caña, yuca. Abajo corre la quebrada de su mismo nombre. Al frente, Chalwayaco; un puente de 500 m. nos pondría en el otro lado en 10 minutos.
Nos reciben Ibón, una mestiza de unos 40 años con rostro hermoso y mucha risa; su hija, una chica de unos 23 que es una copia nueva de su madre, y el marido de Ibón un mestizo blanco, enjuto y callado, muy atento con la visita. En el corredor de la casa, sobre la mesa con mantel, la olla con limonada endulzada con panela.
Son las 4.00 p.m, la mesa está servida: sancocho de gallina cocido en leña, sazonado con cilantro. El sancocho sabe a gloria. El seco, así se le llama en el sur al plato fuerte: presa doble en salsa criolla, yuca con la suavidad de la respiración de un niño, y arroz.
Ya metidos en la conversa nos enteramos que la madre de Ibón había sido una líder del lugar y fue asesinada, que la niña de 12 años que ayudaba a pasar los platos era hija de la hija mayor de Ibón, quien la tuvo a los 13 años. Converso con "El Mono", así le llaman al marido de Ibón; me cuenta que ha leído mi libro de adivinanzas, y hablamos de coplas y acertijos. A eso de las 5 p.m. llega la camioneta que nos recogerá para llevarnos de vuelta al pueblo. Despedida con lágrimas, tanto afecto salido de esos corazones.
El joven que conduce, nos cuenta que conoce muy bien el camino que va de Bolívar a Los Milagros, lo hacía con su padre cuando tenía 10 años, arreando a pie cuatro toros, en una jornada de 12 horas.
CHALWAYACO
Como la casa de Ibón está sobre terreno inclinado, el corredor de cemento está sostenido por pilastras. Sentado, apoyado en la baranda, contemplo esta cara de Chalwayaco. Puedo dar con el punto exacto donde estuvo la casa de los viejos.
Chalwayaco es una rama de la cordillera occidental, un espinazo que baja desde el cerro de La Campana al río Sambingo. Allí está lo que llamábamos El Filo, el camino real, y la desviación hacia la casa. Es una tierra muy arborizada, con cultivos de café y plátano; me dicen que bajo los invernaderos se cultiva tomate. En los años 70 los campesinos tumbaron el café arábigo y su sombrío, y empezaron a sembrar coca; la coca destapó males, hubo muertos y robos. Cuentan que los campesinos compraron neveras, como entonces no había energía eléctrica las utilizaban como armarios. La coca se fue y volvieron los árboles.
En tiempos de upa, cuando siendo niño estudiaba en el pueblo, un amigo mayor describió está tierra diciendo: "el charramascal de Chalwayaco," algo así como la rastrojera; esa espina la sentí por mucho tiempo, para mí era la tierra más bella del mundo. Con ojos viejos, pero claros, la vuelvo a contemplar: es la tierra verde que una vez vi.
Posdata
La belleza es una construcción de la mente, lo que llamamos realidad también. No quiero decir que no exista un afuera, digo que ese afuera lo construye nuestro cerebro. Para el señor Quijada, Dulcinea era bella, para Sancho era una campesina regordeta y fea. El señor Quijano, daba la vida por ella. Dulcinea era bella, tal la vivió Quezada, tal era.
Trato de pensar esto a partir de la contemplación de mi tierra. Habiendo abandonado la carretera Panamericana, unos dos kilómetros después de El Bordo, pasado el río Wachicono, pasado el San Jorge, se empieza a ascender hacia Bolívar: el panorama que se abre a los ojos es el de unas inmensas montañas, casi peladas; ¿este paisaje es feo? No, podríamos decir que tiene una extraña belleza.
Bolívar, Cauca, 14 de marzo 2020
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