Se compra un paisaje

Con el texto que traemos hoy al Blog de Frailejón queremos completar nuestro breve reconocimiento al gran escritor santandereano Jaime Barrera Parra. En esta hermosa crónica, Barrera Parra cuenta el caso de su amigo, perceptivo e inteligente, que anhela, más que nada, un paisaje. El cronista logra enlazar, en espléndida escritura y empleando la medida justa de ironía, una dulce idea del disfrute de la naturaleza con la preocupación, tan vigente y contemporánea, por tener tiempo y espacio para no hacer nada.

 

 

Se compra un paisaje

Jaime Barrera Parra

 

Un amigo nuestro, que sin saberlo es gran poeta, tuvo un día el capricho imperioso de comprar un campo. “Quiero algo pequeño, nos decía, un campito alegre en donde pueda pasar los domingos sin pensar en nada”. Nosotros alcanzábamos a sospechar que nuestro amigo quería correr una aventura amorosa y propiamente lo que necesitaba era un albergue. Le fueron ofrecidos en venta diez, doce CAMPITOS ALEGRES DONDE PUDIERA PASAR UN DOMINGO, pero nuestro amigo los encontró detestables. En todos ellos había algo que hacer: sementeras, labranzas, algún tejar. No, él no quería eso, no quería sino un trozo de tierra con árboles, con agua, si fuera posible, con horizontes.

 

Nuestro amigo se desolaba de no poder satisfacer su deseo. “Es verdaderamente estúpido que teniendo uno dinero no pueda comprar un campito alegre, donde pueda pasar un domingo tranquilo, sin pensar en nada”.

 

Nosotros nos atrevimos a observarle que propiamente lo que él andaba buscando no era un campo, sino un paisaje, un poco de sosiego bucólico, yerbecillas franciscanas, aire, noches de luna, tal vez algo de ruiseñores... Nuestro amigo dio un salto de júbilo. “Evidentemente todo esto ha sido un error de redacción. Lo que yo necesito es un paisaje”. Y se fue a la administración de los diarios de Bucaramanga a hacer insertar un aviso: “Comerciante honorable desea comprar un paisaje, donde pueda pasar los domingos sin pensar en nada”.

 

Estas gentes santandereanas, magulladas por el mal clima y por las malas palabras, suelen ser insensibles a estos rasgos caballerescos. La gente rio con una risa gorda, y llegaron a suponer que se trataba de un error de tipografía. Nadie tenía paisajes para vender y nuestro amigo tuvo que comprar un campo que tenía unas cuadras de caña, un trapiche y algunas otras cosas detestables.  “Yo me encargaré de volver esto un bello paisaje. Le meteré fuego a las cañas y al trapiche y ahuyentaré toda sombra de especulación. Estoy resuelto a gastar hasta el último centavo con tal de hacerme a mi paisaje”. Y así se hizo. A las dos semanas no había una caña que moler y el trapiche había sido reducido a pavesas. En medio de todo era aquello un cuadro imponente. Había por ahí un riachuelo que lamía con la lengua zalamera ese paisaje calenturiento. Y nuestro amigo, radiante de entusiasmo, nos refería que la luna brillaba como plata líquida sobre las copas de los altos caracolíes y los grillos rascaban el violín con refinamiento discreto.

 

Un día recibimos una carta de nuestro amigo en que nos suplicaba que lo acompañáramos a su paisaje porque había necesidad de introducirle algunas reformas y deseaba consultarnos. “Estoy muy preocupado, nos dijo. Este paisaje carece de puestas de sol. ¿Cómo hago para proporcionárselas? Estoy dispuesto a comprarlas, a cualquier precio”. No nos fue muy difícil encontrar la explicación de semejante desgracia: la casita, la casita blanca del paisaje, miraba hacia el Oriente, hacia el Gualilo y no podía ser un sitio de observación para los bellos crepúsculos de Bucaramanga. Nuestro amigo dio un berrido de ira. “Verdaderamente me estoy volviendo muy estúpido. ¡Claro!... ¡Claro!... Lo que hay que hacer es cambiarle de frente”. Y así se hizo.

 

Nuestro amigo pasaba toda la semana mejorando la estética de su paisaje, le dio gran importancia a la acústica de un bosquecillo de bambúes, pidió algunos tratados de jardinería, fundó un palomar y unas colmenas. “Todos estos estremecimientos castos, nos decía, me han aliviado mucho la vida”. Pero nuestro amigo empezó a enflaquecer y a hacer malos negocios y le perdió la afición a la oficina. Aquel paisaje lo estaba devorando.

 

Y lo devoró. Lo dejó sin carne y sin dinero. Hubo necesidad de enviarle a un clima frío y hacerle ingerir grandes cantidades de glicerofosfatos. Después de unos meses de convalecencia volvió a la ciudad, dispuesto a restaurar sus negocios. “He resuelto vender mi paisaje, nos dijo, o por lo menos convertirlo en un campo; tal vez reconstruyendo el trapiche y sembrándole cañas esto pueda servir de algo. Esta aventura ha sido la mayor imbecilidad de mi vida”.

Dejar un comentario